“La delgada línea amarilla” es una gran cinta dentro de un empaque pequeño. Echa un vistazo solidario a la vida de personas que son en apariencia insignificantes, pero cargadas de sueños y esperanzas, de las que nadie sabe nada.

2016
La delgada línea amarilla: un camino de sueños
     

“La delgada línea amarilla” es una gran cinta dentro de un empaque pequeño. Echa un vistazo solidario a la vida de personas que son en apariencia insignificantes, pero cargadas de sueños y esperanzas, de las que nadie sabe nada.

Esos seres que pasan desapercibidos para el resto, que no figuran en las listas de premiados en el sorteo de la vida, tienen también sus historias que deben ser compartidas.

Se entiende, de inmediato, que el director y guionista Celso R. García sabe muy bien su propósito con esta road movie que avanza a pie, sobre las calurosas carreteras mexicanas. Eligió un puñado de personas, de un estrato social bajo, para exponer que cada uno es único en el universo y tiene derecho a alcanzar la añorada, y avaneces imposible, felicidad.




El elenco está conformado por los sospechosos comunes del cine mexicano: Demián Alcázar, Gustavo Sánchez Parra, Fernando Becerril y el combo infalible, taquillero y magnético de Joaquín Cosío y Silverio Palacios. Aparecen, también Américo Hollander, Enoc Leaño, Tara Parra y Sara Juárez.

Los padrinos en la producción son pesos pesados: Guillermo del Toro, Alejandro Springall y Bertha Navarro.

La fuerza del film se finca en el relato sencillo, pero conmovedor, que se mueve entre la comedia y el drama existencial. Alcázar es un viejo que un mal día es echado de su trabajo. Las circunstancias son implacables con él. Por su edad, el desempleo es ya, una tragedia. Pero que el remplazo sea un perro, supone un golpe de daga en el pecho.

Aunque la vida, al inicio, lo maltrata, le da una oportunidad. El veterano no sabe que al quedar en libertad, comienza una vida nueva, esa a la que tenía miedo afrontar por dolores pasados que lo mantenían paralizado, estático, muriendo en silencio.

La casualidad lo lanza a la aventura. Luego de una ingeniosa peripecia, que se relaciona con el encuentro de un antiguo conocido, es contratado para emprender un trabajo singularísimo: debe pintar la franja que delimita una larga carretera, de más de 200 kilómetros de extensión, en un lapso de dos semanas. No hay tiempo para las demoras, ni para el descanso.

En su posición de líder, le es encomendada una cuadrilla de cuatro ayudantes con los que emprenderá su tarea. Todos, incluso él como comandante de la misión, parecen una puntilla de perdedores. Algunos lucen como haraganes y desobligados, pero en el camino se descubren, se ayudan y terminan protegiéndose mutuamente.

La delgada línea amarilla se convierte así en una obvia metáfora de la vida. Aunque trazarla es una ocupación repetitiva y monótona, todos encuentran la forma de encontrarle sentido a la labor. A fin de cuentas, el trabajo les da dinero, pero también dignidad, los convierte en personas útiles. Aunque su misión es anónima, proporciona un gran servicio para miles y miles de conductores que circulan a diario por el asfalto sobre el que han dejado su huella.

Sin percatarse de ello, bañados por el inclemente sol, todos se transforman sorpresivamente, mientras están en contacto con los compañeros, cada uno de los cuáles tiene sus propias preocupaciones, desdichas, alegrías y expectativas.

En una tarde de tormenta, se apretujan en el interior de la camioneta descapotada y, de alguna forma extraña, se percatan de lo unidos que han llegado a estar, en esa encrucijada en la que han sido colocados por casualidad.

El debutante García hace un trabajo notable, al conseguir que aparezca la magia en un casting plagado de figuras. Hay química entre los integrantes de la pandilla que consiguen que La delgada línea amarilla demuestre su gran corazón.

Esta es una cinta que habla de lo importantes que es el individuo, sin importar el lugar que ocupa en la escala social.